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Capítulo 16: Introducción a la crítica de los evangelios y de la religión de los cristianos

Por lo que toca al evangelio y a los otros libros de los cristianos, hemos de citar, si Dios quiere, tales mentiras textuales, sacadas de sus evangelios y tales contradicciones mutuas entre ellos, que cuantos las vean no dudarán de que los cristianos carecen de inteligencia y están dejados de la mano de Dios. De la falsedad de su religión no le podrá quedar resquicio de duda a quien tenga la más exigua dosis de inteligencia. Tanto es así que ni siquiera vamos a necesitar aducir prueba alguna apodíctica de que los evangelios y los demás libros de los cristianos no proceden de Dios ni del Mesías, como lo hemos necesitado probar respecto de la Torá y de los libros atribuidos a los profetas que los judíos poseen. El vulgo de los judíos, en efecto, pretende que la Torá que ellos tienen en sus manos fue revelado por Dios a Moisés, y por eso tu­vimos necesidad de aducir la prueba apodíctica de la vacuidad de su pretensión. Los cristianos, en cambio, nos ahorran ellos mismos este trabajo, porque no pretenden que los evangelios hayan sido revelados por Dios al Mesías, ni siquiera que éste haya sido quien se les hayan traído; antes bien, todos los cristianos, desde el primero al último, sean arrianos, melquitas, newtonianos, jacobinas, maronitas o paulicianos, confiesan sin discrepancia que los evangelios son cuatro historias compuestas por cuatro hombres, bien conocidos, en épocas diferentes.

El primero de los evangelios es una historia compuesta por Mateo Leví, discípulo del Mesías, nueve años des­pués de la ascensión de  éste. Escribiólo en hebreo, en la tierra de Judá, en Siria. Consta de unos veintiocho folios en letra de regular tamaño.

El otro evangelio es una historia compuesta por Mar­cos, de la tribu de Aarón, discípulo de Simón Cefas, hijo de Yona, llamado Pedro, veintidós años después de la ascensión del Mesías. Lo escribió en griego, en la ciudad de Antioquía, perteneciente a las tierras de Bizancio. Di­cen también que fue el citado Simón quien lo compuso, pero que después borró su nombre del principio del evangelio y lo atribuyó a su discípulo Marcos. Consta de veinticuatro folios de letra de mediano tamaño. El citado Simón fué discípulo del Mesías.

El tercer evangelio lo compuso Lucas, el médico de Antioquía, discípulo también de Simón Pedro. Escribiólo en lengua griega en la ciudad de Acaya, y después de la redacción del de Marcos. Viene a tener un volumen igual al del evangelio de Mateo.

El cuarto es una historia compuesta por Juan, hijo de Zebedeo, de los discípulos del Mesías, sesenta y tantos años después de la ascensión de éste. Lo escribió en grie­go, en la ciudad de Atenas. Consta de veinticuatro folios en letra de regular tamaño. Este mismo Juan es quien tra­dujo del hebreo al griego el evangelio de su compañero Mateo.

Después de los cuatro evangelios, no tienen los cris­tianos libros antiguos que veneren más que los siguientes: 1) Praxeis1Actas, que es un libro compuesto por el ya citado Lucas el médico, acerca de los hechos, viajes y martirio de los apóstoles y de su compañero Pablo, de la tribu de Benjamín. Consta de unos cincuenta folios de letra metida. 2) El Libro de la revelación y el anuncio,2Se refiere al Apocalipsis, palabra griega que significa, en efecto, revelación.compuesto por Juan, hijo de Zebedeo, el ya citado. Es un libro lleno de consejas, en que el autor narra las visiones que tuvo viajando en sueños. 3) Las Epístolas canónicas, que son siete y no más, tres de ellas de Juan, el citado hijo de Zebedeo; dos de Pedro Simón; una de Jacobo, hijo de José el carpintero, y otra de su hermano Judas, hijo de José. Cada una de ellas consta de uno a dos folios, llenos de vaciedad y fatuidad. 4) Las Epístolas de Pablo, discípulo de Simón Pedro que son quince y que ocupan todas en junto unos cuarenta folios.

Todos los demás libros cristianos, después de éstos, son obra de autores posteriores, es decir, de sus obispos y patriarcas, según confiesan sin discrepancia entre sí los mismos cristianos.

Tales son [las Actas de] los seis grandes Concilios de sus patriarcas y obispos y las de los otros Concilios menores; la legislación ­de los cristianos para sus sentencias ju­rídicas que les hizo el rey Recaredo, y a la cual se sujetan en la práctica los cristianos de España; la legislación especial de los cristianos de los restantes países, que les fue dada por sus obispos; finalmente, las Actas de sus mártires. De todos estos libros no discuten los cris­tianos que sean como hemos dicho.

De modo que toda la tradición de los cristianos, desde el principio hasta el fin y doquiera los cristianos existan, redúcese a las personas que hemos nombrado y no más a saber; Pablo, Marcos y Lucas ; y estos tres no han derivado de su tradición sino de cinco tan sólo, que son: Pedro, Mateo, Juan, Jacobo, Judas, y no más. Ahora bien; todos estos fueron los más mendaces de la tierra y los más pérfidos, según lo demostraremos después, si Dios quiere.

Eso sin contar con que Pablo refiere en las Actas y en una de sus Epístolas3Actas, IX, 27; XV; Galat., I, 18; II, 9, 11. que sólo estuvo en compañía de Pedro durante quince días una vez; que luego se volvió a encontrar con él otra vez durante un breve tiempo, y por tercera vez de nuevo, siendo a continuación presos ambos y crucificados.

Además, los cuatro evangelios y los restantes libros susodichos en que se apoya la fe de los cristianos y que son admitidos por todas las sectas cristianas de oriente y oc­cidente en una sola y la misma redacción, de la cual a nin­guno se le permite añadir ni quitar una sola palabra so pena de universal oprobio, proceden, tal como hoy están redactados, de Marcos, Lucas y Juan [los cuatro evange­lios], puesto que Juan fue quien tradujo el evangelio de Mateo, y todos tres derivan, en último análisis, de Ma­teo; las epístolas de Pablo proceden todas de éste.

De modo que, según esto, la autenticidad de la doc­trina cristiana es mucho más endeble que la de los judíos, puesto que los judíos tenían un reino y constituían un pueblo numeroso, en tiempo de Moisés y después; tuvie­ron, además, muchos profetas auténticos, como Moisés, Josué, Samuel, David y Salomón, cuyos preceptos eran obedecidos; la adulteración de la Tora se introdujo única­mente después de Salomón, cuando la infidelidad y la ido­latría apareció entre ellos, matando a los profetas y quemando la Torá, hasta que el templo fue varias veces sa­queado y la apostasía del pueblo se hizo permanente, aca­rreando la ruina de su reino.4Cfr. supra, tomo II, 338 y siguientes.

En  cambio, todos  reconocen  unánimes, cristianos y no cristianos, que, en vida del Mesías, no creyeron en él más que ciento veinte hombres, según consta en las Actas,5Act., I, 15. y algunas mujeres, entre ellas, la esposa del pro­curador de Herodes,6Alude a Mat., XXVII, 19, en que la mujer de Pilatos ruega a su esposo en favor de Jesús. Cfr. Luc., VIII, 2, 3 las cuales sufragaban de su propio caudal los gastos del Mesías, según consta textual­mente en el evangelio. Además, todos estos que creían en él anduvieron siempre, en vida del Mesías y después, ocultos y llenos de temor; invitaban a los demás a acep­tar su religión en secreto, sin que ni uno de ellos siquiera se permitiese predicarla a cara descubierta ni profesarla en público. Todo el que de ellos era capturado, moría: bien a pedradas como Jacobo, hijo de José el carpintero, y Esteban, a quien los cristianos llaman primicia de los mártires; ya crucificados, como lo fueron Pedro y Andrés, su hermano, Simón, hermano de José el carpintero, Felipe, Pablo y otros; bien decapitados como Jacobo, hermano de Juan, Tomás, Bartolomé, Judas, hermano de José el car­pintero, y Mateo; ya finalmente, envenenados, como lo fue Juan, hijo de Zebedeo.

Así continuaron los cristianos, sin manifestarse jamás en público y sin tener lugar seguro en que vivir, durante trescientos años después de la ascensión del Mesías. En ese periodo fue cuando desapareció el evangelio revelado por Dios; solo algunos pocos versículos de él permitió Dios que se conservasen intactos, como argumento en contra de los cristianos y para su propia confusión.

Y en esa forma continuaron hasta que el emperador Constantino se convirtió al cristianismo. Desde aquel momento comenzaron ya los cristianos a manifestar públicamente se religión y a reunirse en sociedad.

La causa de su conversión de Constantino fue que su madre Helena era hija de un cristiano; el padre de Constantino se enamoró de ella, la tomó por esposa, y de su matrimonio nació Constantino, a quien su madre educó secretamente en el cristianismo. Cuando murió su padre y le sucedió en el imperio, todavía pasaron muchos años antes de que Constantino se decidiese a publicar su religión cristiana; y con eso y todo, no pudo hacerlo, hasta que partió de viaje desde Roma, y a la distancia de un mes de camino edificó a Constantinopla; y, además de eso, tanto él como su hijo, que le sucedió, fueron tan solo arrianos, es decir, que profesaban que el Mesías fue puro hombre, criatura profeta de Dios y no más.

Ahora bien; toda religión nacida en condiciones tales es imposible que posea una tradición auténtica y no interrumpida de sus doctrinas, porque las doctrinas aprendi­das en secreto y bajo el temor de la espada están expues­tas a multitud de adulteraciones, que los fieles no pueden evitar, ya que están incapacitados para defender el depósito de su fe.

Además, después de aparecer en público esta religión, al convertirse Constantino al cristianismo, comenzaron a divulgarse de improviso entre los cristianos las doctrinas. apócrifas de los maniqueos, aparte de las de otros mu­chos adulteradores de la religión que ya existían de antes; y con ello les fue fácil introducir entre los cristianos cuan­tos errores quisieron.

No podrán tampoco demostrar jamás los cristianos por tradición auténtica ni un solo milagro evidente, ni un solo prodigio manifiesto, realizado por Simón Pedro, ni por Juan, Mateo, Marcos, Lucas o Pablo; y esto porque, según hemos ya dicho, vivieron ocultos, en secreto, mani­festando al exterior la religión de los judíos, guardando el precepto del sábado y las otras prácticas legales judai­cas durante toda su vida, hasta que fueron presos y con­denados a muerte. De modo que todos los milagros que los cristianos les atribuyen son mentiras y relatos apó­crifos, análogos a los que cualquiera otra persona podría sin dificultad inventar, como los atribuidos por los judíos a sus rabinos y jefes de sus comunidades, por los mani­queos a Manes, por los xiíes a sus reverenciados imames y por los mismos musulmanes a ciertos santones, como Ibrahim Benádham, Abumóslem el Jaulaní, Xaibán el Ray, etc.7Ibrahim Benádim fue un místico contemplativo, de raza árabe, natural de Balj, y que murió en Siria el año 160 de la hégira. Sobre los otros dos sufíes, faltan datos que fijen su personalidad y fecha. Todos estos milagros son embuste, mentira e invención, puesto que quienes los refieren por tradición, únicamente llegan a fundar esta tradición en testigos ig­norados, cuyo testimonio no se garantiza con argumento alguno y cuya veracidad tampoco se apoya en prueba al­guna, ni de autoridad ni de razón. Tales fueron, por ejemplo, los discípulos de Manes respecto de éste: Manes, efec­tivamente,8Cfr. supra, tomo II, pág. 130. se manifestó en público durante cerca de tres meses en que el rey Bahram II, hijo de Bahram I, le enga­ñó haciéndole pensar que creía en sus doctrinas para me­jor apoderarse de él y de todos sus discípulos y conde­narlos después a muerte de cruz, así a Manes como a todos ellos.9Alude a los vaticinios mediáticos de los profetas de Israel, aplicados a Jesucristo.

Todo milagro cuya noticia no conste por tradición auténtica que engendre certeza y que haya sido transmitida sin interrupción, de generación en generación, hasta llegar a testigos presenciales, carece de fuerza probatoria y puede ser invocado como argumento por quien no lo tenga en realidad a su favor.

Todos los dogmas cristianos, la trinidad, la divinidad del Mesías, su filiación divina, la identificación de la divinidad con la humanidad, su encarnación en ésta, fúndanse única y exclusivamente sobre los evangelios y sobre algunas palabras, con ellos relacionadas, de los libros de los judíos, como los Salmos, Isaías y Jeremías, y sobre algunas frases, muy pocas, de la Torá, del Libro de Salomón y de Zacarías, a las cuales dan los cristianos una interpretación alegórica, que los judíos rechazan. Resulta, pues, una pretensión en frente de otra pretensión opuesta, y lo que no tiene más base que ésta, es cosa bien vana.

Los cristianos doran esto afirmando que el texto de la Torá y de los libros de los Profetas que ellos poseen es exactamente igual que el que poseen los judós, sin que entre ambos exista diferencia; así creen demostrar la autenticidad de los textos de los judíos que por tradición han llegado a sus manos. Después de esto, toman de dichos textos aquellas palabras en las cuales ellos pretenden que se encierra el argumento decisivo a favor de su fe y las explican alegóricamente. Tal es, y no otro, todo su método apologético.

Ahora bien, ya hemos probado anteriormente,10Fisal, parte 1.ª Véase supra, en el tomo II, el capítulo 15º, pág. 238. con la ayuda de Dios, que los principales libros de los judíos son apócrifos, supuestos y adulterados, por la gran canti­dad de mentiras que contienen. También hemos demostra­do que la tradición histórica de tales libros no es auténtica, por existir interrupción en su transmisión desde la actualidad hasta los autores a quienes se atribuyen. Esto lo he­mos probado con razones que nadie podrá recusar jamás en modo alguno. Acabamos también de evidenciar que la tradición cristiana adolece del mismo vicio, es decir, de solución de continuidad, y que, además, los mismos cris­tianos reconocen que sus evangelios no son revelados por Dios, sino libros compuestos por los autores que los es­cribieron. Luego todo su fundamento es falso.

Sin embargo, vamos a demostrar que también es falsa esa su pretensión de que la Tora de los judíos y la que ellos poseen son iguales, citando para ello los textos en que ambas difieren, a fin de que resulte evidente para todos cómo es falso lo que los cristianos pretenden, es decir, que ellos den crédito a los textos de la Torá que los judíos po­seen; antes bien, veremos cómo los cristianos desmienten dichos textos; y por tanto resultará vano su empeño de fundarse en la autoridad de tales textos y en la tradición de los judíos, puesto que a nadie le es lícito lógicamente argüir en defensa propia con pruebas basadas en princi­pios que él mismo tenga por falsos.

Finalmente enumeraremos con la ayuda de Dios las mu­tuas contradicciones y las atroces e impudentes mentiras que se encuentran en todos los evangelios. Así se disipará toda duda en este punto y podrán apreciar la falta de fun­damento de estas dos religiones, judía y cristiana, todos los que, profesándolas o profesando el islam o cualquier otra religión, sean del vulgo o sean personas cultas, viven engañados por ignorar lo que nosotros vamos a sacar a la pública vergüenza, pues todo el que lea este tratado nuestro se convencerá de que quienes escribieron los evan­gelios fueron mendaces y falsarios declarados, ya que mu­tuamente se contradicen en sus narraciones, y de que se­ dijeron y perdieron a todos cuantos de ellos se fiaron.

¡ Loado sea Dios, Señor del Universo, por el inmenso beneficio que nos ha hecho con el islam, religión exenta de todo fraude, libre de toda adulteración, y que de Dios solo trae su origen, con exclusión de todo otro ser que no sea Él!

El texto reproducido es Abenházam de Córdoba y su Historia crítica de las ideas religiosas, ed. & trad., Miguel Asín Palacios, Real Academia de la Historia,1927.