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Discurso sobre la esencia del amor

El amor, Dios te honre, empieza de burlas y acaba en veras, y son sus sentidos tan sutiles, en razón de su sublimidad, que no pueden ser declarados, ni puede enten­derse su esencia sino tras largo empeño.

No está reprobado por la fe ni vedado en la santa Ley, por cuanto los corazones se hallan en manos de Dios Honrado y Poderoso, y buena prueba de ello es que, entre los amantes, se cuentan no pocos bien guiados califas y rectos imames.

En nuestra tierra de al-Andalus tenemos, entre ellos, a ‘Abd al-Rahman ibn Mu’awiya, enamorado de Da’cha’; a al-Hakam ibn Hisam; a ‘Abd al-Rahman ibn al-Hakam, cuya pasión por Tarub, madre de su hijo ‘Abd Allah, es más clara que el sol; a Muhammad ibn ‘Abd al-Rah­man, cuyas relaciones con Gizlan -madre de sus hijos ‘Utman, al-Qasim y al-Mutarrif- son harto conocidas; y a al-Hakam al-Mustansir, cegado por el amor de Subh-madre de Hisam al-Mu’ayyad bi-llah (¡Dios esté satis­fecho de él y de todos ellos!)- hasta el punto de que no paraba atención en los hijos que tenía de otras mujeres, sin contar tantos otros casos parecidos.1Se trata de los Omeya de España: ‘Abd al-Rahman I (755-788), al-Hakam (796-821), ‘Abd-al-Rahman II (821-852), Muhammad I (852-886), al-Hakam II (961-976), y Hisam II (976-1008) y 1009-1013). Las favoritas Tarub (de ‘Abd al-Rahman II) y Subh, la vascongada Aurora (de al-Hakam II), son bien conocidas. De no ser porque los musulmanes venimos obligados a respetar los dere­chos de los príncipes y no debemos dar otras noticias suyas que aquellas en que se habla de su firmeza y de sus trabajos en pro de la religión, y aquí se trata solo de cosas que acaecen en el recato de sus alcázares y en el seno de sus familias, de las que no conviene referir nada, citaría no pocas historias, en que ellos figuran, atinentes a nuestro tema.

Los personajes principales y pilares de sus reinos, que andan entre los amantes, tantos son, que no podrían contarse.

El caso más reciente es el que no hace mucho vimos, cuando al-Muzaffar: ‘Abd al-Malik ibn Abi ‘Amir, se encaprichó de tal suerte con Wachid, la hija de un jar­dinero, que llegó a tomarla en matrimonio, y esta mujer fue la que, luego de la ruina de los ‘Amiríes, casó con el visir ‘Abd Allad ibn Maslama y, más tarde, cuando éste fue asesinado, con un caudillo beréber.2Pasaje restablecido, …Al-Muzaffar es el hijo y primer sucesor de Almanzor, que gobernó de 1002-1008. El visir Ibn Maslama, que fue zalmedina de Córdoba, es también muy conocido.

Cosa parecida es la que me contó Abu-l-‘Ays ibn Maymün al-Qurasi al-Husayni, y es que Nizar ibn Ma’add, señor de Egipto, por complacer a una esclava a la que locamente amaba, no vio a su hijo al-Mansur ibn Nizar -el  que había de heredar el trono y arrogarse la divinidad- sino bastante después de su nacimiento, y eso que no tenia otro hijo varón, ni quien heredara el reino, ni perpetuara su memoria, más que él.3Nizar ibn Ma’add es el califa fatimí al-‘Aziz, que reinó de 976a 996. Su hijo Abu ‘Ali al-Mansur, es el enigmático califa al-Hakim (996-1021), que, en efecto, proclamó su divinidad.

Entre los hombres piadosos y alfaquíes de otros tiem­pos y de pasadas épocas hubo asimismo muchos amantes; pero los propios versos que compusieron nos relevan de citar sus historias. Así, por ejemplo, han llegado a nosotros noticias bastantes sobre la vida y las poesías de ‘Ubayd Allah ibn ‘Abd Allah ibn ‘Utba ibn Mas’ud, uno de los siete alfaquíes de Medina.4Los siete doctores de Medina eran, según Ibn Rasiq, ‘Umda’, I, 25, …y este ‘Ubayd Allah, aquí citado, cuyo padre ‘Abu Allah fue compañero del Profeta. Asimismo fue compañero del Profeta ‘Abu Allah ibn al-Abbas (619-687), citado a continuación. Tenemos también una respuesta jurídica de Ibn ‘Abbas (¡Dios esté satis­fecho de él), que nos llena las medidas, y que dice así: «Este es un muerto de amor, y, por consiguiente, no hay precio de sangre ni talión.»

Difieren entre si las gentes sobre la naturaleza del amor y hablan y no acaban sobre ella. Mi parecer es que con­siste en la unión entre partes de almas que, en este mundo creado, andan divididas, en relación a cómo primero eran en su elevada esencia; pero no en el sentido en que lo afirma Muhammad ibn Dawūd (¡Dios se apiade de él) cuando, respaldándose en la opinión de cierto filósofo, dice que «son las almas esferas partidas», sino en el sentido de la mutua relación que sus potencias tuvieron en la morada de su altísimo mundo y de la vecindad que ahora tienen en la forma de su actual composición.

Sabemos todos que el secreto de la atracción o del desvío entre las cosas creadas está en la afinidad o repul­sión que hay entre ellas, porque cada cosa busca siempre a su semejante, lo afín sólo en su afín sosiega, y esta comunidad de especie ejerce una acción que los sentidos perciben y una influencia que salta a la vista. La mutua antipatía entre los contrarios, la mutua simpatfa entre los iguales, el ímpetu que enlaza a las cosas parejas entre sí, son cosas que hallamos bien patentes en nuestro mundo.

Pues, siendo esto así, ¿qué no ocurrirá con el alma, cuyo mundo es purísimo y etéreo, cuya equilibrada esen­cia tiende a lo alto, y cuya substancia está presta a per­cibir la afinidad y la inclinación, el deseo y la aversión, el apetito y la repulsión? Bien sabido es, con efecto, que así pasa todo eso a nuestros ojos en todos aquellos esta­dos en que el hombre se desenvuelve y vive.

Dios Honrado y Poderoso dice [VII. 189, hablando de Adán y Eva]: «Él es Quien os creó [a todos] de una sola alma, de la cual creó también a su compañera para que conviviera con ella.» Por consiguiente, dispuso que la razón de su convivencia fuera el que Eva procedía de la misma alma que Adán.

Si la causa del amor fuese no más que la belleza de la figura corporal, fuerza sería conceder que el que tuviera cualquier tacha en su figura no sería amado, y, por el contrario, a menudo vemos que hay quien prefiere alguien de inferior belleza con respecto a otros cuya superiori­dad reconoce, y que sin embargo, no puede apartar de él su corazón. Y si dicha causa consistiese en la confor­midad de los caracteres, no amaría el hombre a quien no le es propicio ni con él se concierta. Reconocemos, por tanto, que el amor es algo que radica en la misma esencia del alma.

El amor, no obstante, tiene a menudo una causa deter­minada y desaparece cuando esta causa se extingue, pues quien te ama por algo te desama si ese algo se acaba. Acerca de esto yo he dicho:

Mi amor por ti, que es eterno por su propia esencia,
ha llegado a su apogeo, y no puede menguar ni crecer.
No tiene más causa ni motivo que la voluntad de amar.
¡Dios me libre de que nadie le conozca otro!
Cuando vemos que una cosa tiene su causa en sí misma,
goza de una existencia que no se extingue jamás;
pero si la tiene en algo distinto,
cesará cuando cese la causa de que depende.

Corrobora esta opinión el hecho de que sabemos que existen diferentes suertes de amor. Es el mejor el de los que se aman en Dios Honrado y Poderoso, bien por el esfuerzo que ambos ponen en una obra común, bien por coincidir en los principios de una secta o escuela, bien por compartir la excelencia de un saber que puede ser otorgado al hombre. Pero hay, además, el amor de los parientes; el de la afectuosa costumbre; el de los que se asocian para lograr fines comunes; el que engendran la amistad y el conocimiento; el que se debe a un acto vir­tuoso que un hombre hace con su prójimo; el que se basa en la codicia de la gloria del ser amado; el de los que se aman porque coinciden en la necesidad de guardar encubierto un secreto; el que se encamina a la obtención del placer y a la consecución del deseo; y, por fin, el amor irresistible que no depende de otra causa que de la antes dicha de la afinidad de las almas.

Todos estos géneros de amor cesan, acrecen o menguan, según sus respectivas causas desaparecen, aumentan o decaen; se reaniman si se acerca su causa, y languidecen si su motivo se distancia; pero se exceptúa el verdadero amor, basado en la atracción irresistible, el cual se adueña del alma y no puede desaparecer sino con la muerte. Tú hallarás personas que ellos mismos creen haber olvidado ya su amor y que han llegado a edad muy avan­zada; pero, si se lo recuerdas, verás que lo sienten revivir en su memoria, y se lozanean y remozan, y que notan que les vuelve la emoción y les excita el deseo. También hallarás que en ninguna de las demás clases de amor antes declaradas acaecen la preocupación, la turbación, la obsesión, la mudanza de los instintos innatos y el cambio del espontáneo modo de ser, la extenuación, los suspiros y las demás pruebas de pesar que acompañan al amor irresistible. Todo esto confirma la idea de que este auténtico amor es una elección espiritual y una como fu­sión de las almas.

Alguien podrá replicar que, siendo esto así, el amor debería ser el mismo en el amante que en el amado, supuesto que entrambos son partes que antes estuvieron unidas y es una su suerte. La respuesta es la siguiente: Esta objeción, por vida mía, es razonable. Ahora bien, el alma de quien no corresponde al amor que otra le tiene, está rodeada por todas partes de algunos acciden­tes que la encubren y de velos de naturaleza terrenal que la ciñen, y por ello no percibe la otra parte que estuvo unida con ella, antes de venir a parar donde ahora está; pero, si se viera libre, ambas se igualarían en la unión y en el amor. En cambio, el alma del amante está libre, y como sabe el lugar en que se encuentra la otra alma con quien estuvo unida y vecina, la busca, tiende a ella, la persigue, anhela encontrarse con ella y la atrae a sí, cuanto puede, como el hierro a la piedra imán. La fuerza de la esencia del imán, aunque enlazada con la fuerza de la esencia del hierro, no puede, por su propio impulso y por su impureza, encaminarse hacia el hierro, aunque sea afín suyo y de su mismo elemento, sino que es la fuerza del hierro, por su mayor potencia, la que se encamina hacia su afín y se siente atraída hacia él, ya que el movimiento parte siempre del más fuerte. La fuerza del hierro, abandonada a sí misma y no estorbada de ningún impedi­mento, busca la unión con su semejante, se dedica por entero a él, y corre hacia él a impulsos de su propia natu­raleza y como por necesidad, no por un movimiento vo­luntario y deliberado. Ahora bien: si tú retienes al hierro en tu mano, no siente ya la atracción de la piedra imán, porque su fuerza no puede vencer la del que lo retiene, que es mayor que ella. Del mismo modo, si las partículas del hierro son muchas, obran unas sobre otras y esta acción recíproca anula la fuerza, relativamente más débil, que las obliga a desplazarse hacia el otro cuerpo; pero, cuando aumenta el volumen del imán y sus fuerzas equi­valen a la de todas las fuerzas del volumen del hierro, éste retoma a su condición habitual.5Es curioso que en nuestra mente popular es el imán que tiene la fuerza de atraer al hierro, mientras que en Ibn Hazm es el hierro el que tiene la fuerza de encaminarse hacia el imán. La misma metáfora fue después muy usada en Europa….

Del mismo modo, el fuego encerrado en el pedernal no sale afuera, a pesar de la fuerza que le impulsa a reunirse y a llamar para ello a todas sus partes donde­ quiera que estén, sino después del golpe del eslabón, cuando ambos cuerpos se han unido con presión y fric­ción. Mientras tanto, el fuego está oculto en la piedra sin manifestarse ni aparecer.

Otro argumento de lo mismo es que tú no hallarás dos personas que se amen que no tengan entre sí alguna semejanza o coincidencia de cualidades naturales. Es for­zoso que la haya, por poca que sea, y claro es que, conforme mayores sean estas analogías, más grande será la afinidad y más firme el amor. Fíjate en esto y podrás verlo con tus ojos. Lo corrobora el dicho del Profeta de Dios (¡Dios lo bendiga y salve!): «Las almas son como ejércitos puestos en filas, donde los que se recono­cen se hacen amigos y los que se desconocen se separan.» Lo confirman asimismo estas palabras de un tradicio­nista referentes a un hombre piadoso: «Las almas de los creyentes se reconocen unas a otras.» Y por esta misma razón no se entristeció Hipócrates cuando le dijeron que un hombre vulgar lo amaba. «No me amaría -dijo-, si no me asemejara a él en alguna de sus cualidades.»6Ninguno de mis antecesores se ha preocupado de buscar la fuente de este pasaje hipocrático ni del que sigue, referente a Platón, y yo tampoco lo he intentado.

Refiere Platón que un cierto rey lo encarceló sin motivo, y que él alegó en su propio favor tantas pruebas, que puso en claro su inocencia y el rey comprendió que habla sido injusto. Entonces el visir, que se habla encargado de hacer llegar los descargos de Platón al rey, dijo a éste: «-Ya estás convencido, oh rey, de que es inocente. ¿Qué tienes ahora contra él?» «-Por vida mía -res­pondió el rey-, que de nada puedo acusarle; pero, sin saber por qué, lo encuentro cargante.» Estas palabras le fueron llevadas a Platón, que prosigue asi: «Por tanto, tuve necesidad de buscar en mí y en mi carácter alguna cualidad que correspondiera a otra que hubiera en el ánimo y en el carácter reales, y en que uno y otro nos pareciéramos. Observando el carácter del rey, vi que amaba la equidad y aborrecía la injusticia. Entonces puse de relieve esta cualidad dentro de mí, y apenas nació esta afinidad y correspondí a su alma con esta prenda que había asimismo dentro de la mía, dio orden de que me dejaran libre y dijo a su visir que ya se habian desvanecido en su interior los sentimientos que en contra mía abrigaba.»

Tocante al hecho de que nazca el amor, en la mayoría de los casos, por la forma bella, es evidente que, siendo el alma bella, suspira por todo lo hermoso y siente inclinación por las perfectas imágenes. En cuanto ve una de ellas, allí se queda fija. Si luego distingue tras esa imagen alguna cosa que le sea afín, se une con ella y nace el verdadero amor; pero si no distingue tras esa imagen nada afín a sí, su afección no pasa de la forma y se queda en apetito carnal. En todo caso, las formas son un mara­villoso medio de unión entre las partes separadas de las almas.7El tema es tópico en la poesía italiana en el siglo XIII. El principio está en la ‘Ética’ de Aristóteles, IX, c. 5.

En el libro primero de la Torah [Gen. XXX] he leído que, por los días en que  el profeta Jacob (¡sobre él sea la bendición!) apacentaba el ganado de su tío materno Labán, para ganar la dote que había de darle por su hija, convinieron entrambos, para repartirse las crias del rebaño, que todas las ovejas oscuras serían de Jacob y las manchadas de Labán. Entonces Jacob (¡sobre él sea la bendición!) cortó varas de árbol y, descortezando la mitad y dejando la otra mitad en su ser, las arrojó luego todas en el agua donde abrevaba el rebaño; con lo cual, luego que envió a beber a las ovejas preñadas, todas parieron crías cuyo número se dividía en dos mitades iguales, una oscura y la otra manchada.

Se cuenta asimismo de un fisiognomista experto que le trajeron un niño negro nacido de dos padres blancos. Después de haber examinado todos sus rasgos, comprobó que era de ambos, sin duda alguna, y entonces pidió que le llevaran al sitio en que habían cohabitado los padres. Al entrar en la habitación en que estaba el lecho, vio la imagen de un negro en la parte del muro donde recaía la mirada de la mujer. «Por culpa de esta imagen -dijo al padre- has tenido este hijo.»

Ha sido esta idea muy traída y llevada por los poetas afiliados a la escolástica en muchos poemas en que se dirigen a lo exterior visible como si fuese lo interior inteligible. La hallamos repetidísima en las composi­ciones de Al-Nazzam lbrahim ibn Sayyár8Célebre teólogo mu’tazil de la escuela de Basora, además de poeta sutil y celebrado filósofo y dialéctico, muerto en Bagdad entre 835 y 845. El es quien inicia la lucha del Islam contra la filosofía del helenismo asiático. y de otros escolásticos, y yo mismo he dicho en verso sobre el asunto:

No hay otra causa-¿lo sabes?-de la victoria sobre los enemigos,
ni otro motivo de que huyamos, si nos hacen huir,
que la tendencia de las almas de los hombres todos
hacía ti,¡oh perla escondida entre las gentes!
Aquellos que te siguen no se perderán jamás,
pues avanzan todos, como viajeros nocturnos, hacia tu excelsa luz,
y aquellos que te preceden sienten que sus almas les hacen torcer el rumbo
hacia ti dócilmente, y todos vuelven sobre sus pasos.

También he dicho sobre lo mismo:

¿Perteneces al mundo de los ángeles o al de los hombres?
Dímelo, porque la confusión se burla de mi entendimiento.
Veo una figura humana; pero, si uso de mi razón,
hallo que es tu cuerpo un cuerpo celeste.
¡Bendito sea El que contrapesó el modo de ser de sus criaturas
e hizo que, por naturaleza, fueses maravillosa luz!
No puedo dudar que eres un puro espíritu atraído a nosotros
por una semejanza que enlaza a las almas.
No hay más prueba que atestigüe tu encarnación corporal,
ni otro argumento que el de que eres visible.
Si nuestros ojos no contemplaran tu ser, diríamos
que eras la Sublime Razón Verdadera.

Un amigo mío llamaba «la percepción fantástica» a una qasida mía, de la que son estos versos:

En él verás subsistentes todos los opuestos.
Y así, ¿cómo podrás definir los conceptos contradictorios?
¡Oh cuerpo desprovisto de dimensiones!
¡Oh accidente perdurable y que no cesa!
Derribaste para nosotros los fundamentos de la teología,
que desde que apareciste, ha dejado de ser clara.

Y lo mismo cabalmente que con el amor sucede con el odio, pues verás que dos personas se aborrecen sin razón y sin causa, y no se pueden soportar una a otra sin motivo alguno.

En suma, Dios te honre, es el amor una dolencia re­belde, cuya medicina está en sí misma, si sabemos tratarla; pero es una dolencia deliciosa y un mal apete­cible, al extremo de que quien se ve libre de él reniega de su salud y el que lo padece no quiere sanar. Torna bello a ojos del hombre aquello que antes aborrecía, y le allana lo que antes le parecía dificil, hasta el punto de trastornar el carácter innato y la naturaleza congénita, como, si Dios quiere, quedará brevemente declarado en sus capítulos respectivos.

Yo conocía un mancebo entre mis relaciones que se metió en los malos pasos del amor y cayó en sus redes, a quien martirizaba la pasión y derretía el sufrimiento; pero que, a pesar de ello, no quería suplicar a Dios Honrado y Poderoso que le librase de aquella malaventura, ni despegaba su lengua para orar, porque su único pío, no obstante el grande tormento y el desmesurado pesar, era unirse con el ser que amaba y poseerlo. ¿Qué te parece de uno que, estando enfermo, no quiere verse libre de su dolencia? Un día, en que le hacia compañía, viéndolo tan cabizbajo, triste y taciturno, me dio pena, y le deseé, entre otras cosas: «¡Dios te consuele!», pero observé al punto en su rostro muestras de aborre­cimiento por lo que le dije.

Sobre un caso parecido escribí en un largo poema:

¡Oh esperanza mía! Me deleito en el tormento que por ti sufro.
Mientras viva, no me apartaré de ti.
Si alguien me dice: «Ya te olvidarás de su amor»,
no le contesto más que con la ene y la o9Es decir, contestando ‘no’. El árabe tiene, naturalmente, ‘con el Iam y con el alió’, que son las dos letras que forman la negación.

Estas cualidades del amante son, sin embargo, opuestas a las que de sí propio me refirió Abu Muhammad Qasim ibn Muhammad al-Qurasi, conocido por al-Sabanisi, uno de los descendientes del imam Hisam ibn ‘Abd al-Rahman ibn Mu’awiya,10Es decir, Hisam I, el hijo de ‘Abd al-Rahman I. el cual, según me dijo, nunca había amado a nadie, ni se había apesadumbrado porque un amigo íntimo se alejara de él, ni, desde que nació, había rebasado los limites del compañerismo y de la amistad para entrar por las fronteras del amor y de la pasión.