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Comienzo del libro

Asi pues, desde la tierna niñez, estuvo a mi lado un queridísimo amigo de nombre Moisés, que, desde mi primera edad, había sido mi compañero y condiscípulo. Cuando le llegó la noticia de que yo, abandonada la ley paterna, había elegido la fe cristiana, vino desde su lugar de residencia y se presentó rápidamente ante mí con semblante de hombre indignado. Increpándome, me saludó no con expresiones del viejo amigo, sino que, como si fuera un extraño, comenzó así:

¡Ay, Pedro Alfonso, mucho tiempo ha pasado desde que ansiaba venir a verte, a hablar contigo y detenerme jun­to a ti! Nada logró mi afecto cuando, poco ha, te veía, gra­cias a Dios, con alegría en mi semblante. Ahora te ruego que me expliques tu intención y que me expongas la razón por la cual has abandonado la antigua ley y has elegido la nueva. Pues sé que, en otro tiempo, eras docto en los escritos de los profetas y en las palabras de nuestros doctores; cómo, desde la infancia, fuiste también más observante de la ley que ninguno de tus coetáneos, cómo oponías al escudo de tu defensa a cualquier adversario suyo; sé que, en las sinagogas, predicabas a los judíos que no debían apartarse nunca de su fe, que instruías a tus compañeros y que hacías ser más instruidos a los doctos. Mas he aquí que, ahora, sin saber cómo, te veo cambiado y alejado del camino recto, lo que considero gran error.

Pedro.–Es costumbre del pueblo de los judíos y de la gente ignorante considerar culpa e injusticia cualquier cosa que alguien haga fuera de lo acostumbrado, por muy recto y justo que sea. Pero tú, criado en la cuna de la filosofía, nutrido en sus ubres, ¿cómo me puedes inculpar hasta que veas si es justo o injusto lo que hice?

Moisés.–Vienen a mi mente dos razones contrarias: una, estimo que tú, varón prudente, no pudiste apartarte de la que era tu ley si no hubieras visto que era mejor la que elegiste; otra, yo creo mejor la que yo observo y tú abandonaste. Por eso considero error lo que hiciste y no veo claro con cuál de esas ideas quedarme. Por ello te pido que quite de mi ánimo el escrúpulo de esta duda y, para eso, que aceptes que disputemos, alternativamente, en el campo de la razón hasta que yo llegue a ver con claridad en este asunto y pueda conocer si tu acción fue justa o injusta.

P.–Es propio de la naturaleza humana el carecer del ojo de la discreción para discernir lo verdadero de lo falso si el ánimo está en cualquier modo perturbado. Así pues, si no alejas toda perturbación de tu pecho, para que seamos capaces de alabar lo justo y rechazar lo injusto, con serenidad, como es propio de los sabios, echaremos palabras vacías al aire sin llegar a dar fin a nuestra disputa.

M.–Acepto con gusto un pacto en ese sentido y te ruego que tú hagas lo mismo por tu parte.

P.–Consiento de buen grado.

M.–También te ruego que, si adujeras alguna autoridad de la Escritura, lo hagas según la verdad hebrea. En otro caso, yo no la aceptaré. Y espero también que aceptes y no contradigas la que aduzca yo según es de nuestra creencia.

P.–No me niego a nada de eso, antes bien espero matarte con tu propia espada.

M.–Igualmente te  ruego que procures responder si algo te pregunto que esté fuera del propósito de la Escritura y pertenezca al campo de las otras artes; y que, así como alguna vez me sea lícito preguntar y otra responder, también pueda oponerme cuando lo trajera a cuento la disputa.

P.–Lo concedo. Séate lícito ya preguntar cualquier cosa que quieras saber y con cualquier intención.

M.–¿Concedes que Moisés, hijo de Amram, fue verdadero profeta del pueblo de Israel y verdaderamente enviado por Dios y que lo que profetizó en su nombre lo anunció y lo expresó con fidelidad?

P.–Ciertamente lo concedo.

M.–¿Concedes también que todos los profetas que llegaron después de Moisés vinieron para confirmar la ley y no para rechazarla en algo?

P.–También concedo esto.

M.– ¿Y no niegas que la ley que observan ahora los judíos es la que fue escrita por Moisés, que permanece inalterada tal como él la dejó?

P.–Me pregunto cómo podría negarlo ya que esa misma ley nos fue trasmitida por nuestros doctores, a los que prestamos fe, y se conserva escrita entre nosotros, siempre con el mismo espíritu, aunque en algunos lugares se haya alterado la letra.

M.–Así pues, ¿por qué la has trasgredido y te has apartado de su senda?

P.–No es así, sino que yo conservo con toda rectitud esa fe, como debo, y camino por sus rectas sendas con pasos derechos.

M.–De tus palabras se deduce que aceptas el recto sentido de las palabras de la ley y los profetas, pero crees que los judíos, los guardianes de esa ley, no la han entendi­do bien y por eso son ajenos a su recta interpretación.

P.–Bien penetraste el sentido de mis palabras.

M.–Hazme, pues, conocer en qué, según tu parecer, erraron los judíos en la interpretación de esa ley que te parece entiendes mejor que ellos.

P.–Veo algunas veces que ellos se quedan en la letra sin profundizar en el espíritu, por lo que cayeron en gran error.

M.–No comprendo bien qué quieres decir con esas palabras; te ruego que lo expliques con más claridad.

P.–Toda vuestra ley se apoya en lo que vuestros doc­tores escribieron y que constituye vuestra doctrina. Pues debes recordar cómo aseguran que Dios tiene cuerpo y for­ma y aplican a su inefable majestad tales cosas que es delito creer y un absurdo escuchar, puesto que no constan en nin­guna razón. Y pronunciaron de Él tales sentencias que no parecen sino palabras de niños que juegan en la escuela o de mujeres que hilan en las plazas. Igualmente, explicando la ley según la capacidad de vuestro intelecto, pensáis salir de la cautividad de un modo que no es posible. Y, salidos de la cautividad, esperáis que Dios os haga el milagro insóli­to de resucitar a vuestros muertos para que de nuevo habi­ten la tierra, como antes de morir. Por otro lado, estando en cautividad, no cumplís, como veo, sino pocos preceptos de vuestra ley, pensando que eso place a Dios y le es acepta­ble, y aun confiáis en que no os culpará por lo que dejáis de cumplir, lo que, evidentemente, es un gran error. También se cometieron otros muchos que son interpretaciones no juiciosas de la ley.

M.–Nos achacas gran infamia queriendo despreciar al pueblo judío. Tus palabras son breves y leves pero en ellas hay intención dura y grave. Y, si pretendemos incluirlo todo en un juicio y todo comprenderlo bajo un solo título, causaremos oscuridad a nuestra explicación, debiendo aclararla punto por punto. Por lo que, si te parece bien, demos títulos distintos a cada tema y, habiendo estudiado cada uno, pasemos ordenadamente a otro.

P.–Hágase lo que bien dijiste y cúmplase lo que bien pensaste. Así pues, dados los títulos a cada uno de los temas, pregunta de aquello por lo que quieras que empece­mos, que yo estoy puesto a contestar.