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Proemio y prólogo

EMPIEZA EL PROEMIO DE PEDRO ALFONSO, VARÓN ILUSTRE, CONVERTIDO DE JUDÍO EN CRISTIANO

AL PRINCIPIO UNO y eterno, que carece de co­mienzo y de fin, al Omnipotente, al Creador de todas las cosas, sabedor de todo, hacedor de todo lo que es su voluntad, al que antepuso a todas las criaturas al hombre, dotándolo de razón y sabiduría, para que, sirviéndose de ambas facultades; buscara lo justo y huyera de lo que es impedimento para la salvación, sean dados todo honor y toda gloria y sea su admirable nombre bendito por los siglos de los siglos. Amén.

TERMINA EL PROEMIO. EMPIEZA EL PRÓLOGO A SU DIÁLOGO

Dijo el autor de la siguiente obra: el Omnipotente nos inspiró con su espíritu y nos encaminó hacia la senda del recto camino, quitándonos en principio la tenue niebla de los ojos, y, después, el pesado velo que corrompía el ánimo. Entonces fueron claros para nosotros los misterios de las profecías y revelados nos fueron sus arcanos, y encaminamos nuestro espíritu a comprender su verdadero sentido, deteniéndonos en su explicación. De este modo conocimos con certeza lo que en ellos hay que entender y lo que de ellos hay que creer: es decir, que Dios es uno en tres perso­nas simultáneas en el tiempo e indivisas, a las que los cris­tianos llaman Padre, Hijo y Espiritu Santo; y que la beata María, habiendo concebido por obra del Espiritu Santo, sin intervención de varón, alumbró a Cristo, cuerpo animado, para que fuera habitáculo de la deidad inescrutable; así pues, un solo Cristo, comprendiendo tres sustancias, cuerpo, alma y divinidad, es a la vez Dios y hombre; y que los ju­díos lo crucificaron con su propio consentimiento y volun­tad, para que, tal como había sido el Creador, se convirtiera también en Redentor de toda la Santa Iglesia, es decir, de los fieles precedentes y siguientes; y que, muerto en el cuerpo y sepultado, al tercer día resucitó de entre los muertos y subió al cielo y allí está sentado junto al Padre y ha de venir el día del Juicio, a juzgar a vivos y muertos, como han anunciado los profetas prediciendo el futuro.

Así pues, habiendo yo llegado, con la ayuda de la divina providencia, a grado tan excelso de esta fe, me quité el velo de la falsedad y me despojé de la túnica de iniquidad; y fui bautizado en la catedral de la ciudad de Huesca, en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, siendo purificado por manos de Esteban, obispo glorioso y legítimo de dicha ciudad.

En el momento del bautismo; además de todo aquello que ya dije, prometí mi fe en los santos apóstoles y en la Santa Iglesia católica. Sucedió esto en el año del Señor en mil ciento seis, en el año mil ciento cuarenta y cuatro de la era en el mes de junio, en el día de la muerte de los apóstoles Pedro y Pablo, de donde, por la veneración y el recuerdo de aquel apóstol, adopté el nombre de Pedro. Fue mi padrino Alfonso, glorioso rey de España, que me sacó de la sagrada fuente, por lo cual, añadiendo su nombre al ya citado mío, me impuse el de Pedro Alfonso.

Y, como fuera sabido por los judíos que me conocían con anterioridad y me tenían por perito en los libros proféticos y en los dichos de los doctores y en pequeña parte en las artes liberales, que había aceptado la ley y la fe de los cristianos y que me había convertido en uno de ellos, algu­nos pensaron que yo no había hecho tal cosa sino porque hasta tal punto me había despojado de toda modestia que despreciaba a Dios y su ley. Otros, en cambio, decían que yo lo había hecho porque no había interpretado bien las palabras de los profetas y de la ley. Pero otros lo achacaban a vanagloria y, calumniándome, decían que lo había hecho buscando la gloria del mundo, porque había visto que el pueblo de los cristianos superaba a todos los demás.

Así pues; compuse este librito; en el cual me propuse la destrucción de la creencia de todas las otras gentes, demostrando que la ley cristiana es superior a cualquier otra; Por último, puse también todas las objeciones de cualquier adversario de la ley cristiana y, una vez puestas, las refuté según mi saber, con razones y autoridades. Compuse todo el libro en forma de diálogo, para que el ánimo del lec­tor tuviera mayor facilidad para entender. Al defender las razones de los cristianos, utilicé el nombre que ahora, como Cristiano, llevo; al presentar las razones  del adversario, me presento con el nombre que llevaba antes del bautismo, esto es, Moisés. Dividí el libro en doce títulos para que cada lec­tor encuentre más rápidamente en ellos lo que desee.

El primer título muestra que los judíos entienden mate­rialmente las palabras de los profetas y por eso las exponen equivocadamente.

El segundo trata de conocer la causa de la presente cautividad de los judíos y de cuánto tiempo debe durar.

El tercero, de la confutación de la necia credulidad de los judíos en la resurrección de sus muertos, de los que creen que resucitarán y que de nuevo habita­rán la tierra.

El cuarto está dedicado a demostrar que los judíos no observan sino pocos preceptos de la ley de Moisé y, aun este poco, no complace a Dios.

El quinto intenta destruir la ley de los sarracenos y refutar la necedad de sus sentencias.

El sexto trata de la Trinidad.

El séptimo, de cómo la Virgen María, concibiendo por obra del Espiritu Santo, dio a luz sin contacto de varón.

El octavo, de cómo en el cuerpo de Cristo está encarnado el Verbo de Dios y de que Cristo fue, a la vez, hombre y Dios.

El noveno demuestra que Cristo vino en aquel tiempo en el que los profetas habían profetizado su venida y que en Él se cumplió todo lo que de Él habían dicho.

El décimo, que, por su propia voluntad, Cristo fue crucificado y muerto por los judíos.

El undécimo habla de la resurrección y ascensión al cielo de Cristo y de su segunda llegada.

El duodécimo demuestra que la ley de los cristianos no es contraria a la ley de Moisés.

Ruego a los que lean este opúsculo que, si encontraran que algo de lo dicho en él es superfluo o de escasa importancia, perdonen el venial error puesto que ningún hombre carece de vicio.