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Prólogo

¡En el nombre de Dios Clemente y Misericordioso, cuya ayuda imploro!

Dice Abü Muhammad (¡Dios le perdone!): El mejor comienzo es tributar a Dios Honrado y Poderoso la alabanza que se le debe e impetrar la bendi­ción divina para Mahoma su siervo y apóstol. en particu­lar, y para todos sus profetas, en general.

Después digo:¡Que Dios nos resguarde a ti y a mí de la incertidumbre sobre el buen camino; que no nos imponga un peso mayor que nuestras fuerzas; que nos destine con su excelente ayuda una guía segura que nos encamine a obedecerle; que, con su apoyo, nos otorgue un freno que nos aparte de rebelarnos contra El; que no nos abandone a la fla­queza de nuestros intentos, al desfallecimiento de nuestras fuerzas, a la fragilidad de nuestra naturaleza, a la disputa de nuestros pareceres, a la mala elección de nuestro albedrío, a la exigüidad de nuestro discerni­miento y a la depravación de nuestras pasiones!

Tu carta me llegó desde la ciudad de Almería a mi casa en la corte de Játiva y me trajo noticias de tu buena salud, que no poco me alegraron. Alabé a Dios Honrado y Poderoso por ella y le pedi que te la conservase y acreciese.

Pero no pasó mucho tiempo sin que te viera, pues. que viniste a mí en persona desafiando la fatiga de tan gran jornada, la separación de nuestros hogares, la no floja distancia, la longitud del viaje, los riesgos del camino y las demás penalidades, que hubieran hecho desistir al más deseoso y tomado olvidadizo al de mejor memoria, menos a ti, ligado por los vínculos de la fidelidad; celoso custodio de las obligaciones estipuladas, de los firmes afectos y de los fueros que exige nuestra común crianza y nuestro amor de los años mozos; menos a ti que me amas por amor de Dios Altísimo. A Dios alabamos y damos gracias por haber apretado este afecto entre nosotros.

El alcance de tu carta era ya mayor del que suelo hallar en las demás tuyas. Pero, por otra parte, cuando viniste, me descubriste tus intentos y me pusiste al tanto de tu parecer, con esa costumbre que nunca ha dejado de haber entre nosotros, de que me hagas compartir todo lo tuyo, tanto lo dulce como lo amargo, lo secreto como lo público, y porque siempre te ha movido un verdadero afecto hacia mí, que te devuelvo con creces, sin desear más premio que la correspondencia.

Sobre una relación parecida, yo dije en un largo poema dedicado a ‘Ubayd Alla.h ibn ‘Abd al Rahman ibn al­ Mugira, biznieto del Príncipe de los Creyentes al-Nasir1Al-Nasir es ‘Abd al-Rahman III, que reinó en 912-961. Su hijo al-Mugira murió en 976. (¡Dios se apiade de él!),,,,…que era amigo mío:

Te amo con un amor inalterable,
mientras tantos amores humanos no son más que espejismos.
Te consagro un amor puro y sin mácula:
en mis entrañas está visiblemente grabado y escrito tu cariño.
Si en mi espíritu hubiese otra cosa que tú,
la arrancaría y desgarraría con mis propias manos.
No quiero de ti otra cosa que amor;
fuera de él no te pido nada.
Si lo consigo, la Tierra entera y la Humanidad
serán para mí como motas de polvo y los habitantes del país, insectos.

Me has pedido, Dios te honre, que componga para ti una risala en la que pinte el amor, sus aspectos, causas y accidentes y cuanto en él o por él acaece; y que esto lo haga con veracidad, sin desmesura ni minucia; sino declarando lo que se me ocurra tocante a cómo es y a cómo se presenta, hasta donde lleguen mi memoria y mi capacidad de recordar.

Y me he dado prisa en satisfacer tu deseo, aun cuando, de no ser por complacerte, no lo hubiera tomado a mi cargo, por tratarse de asunto liviano y ser nuestra vida tan corta, que no conviene que la usemos sino en aquello que esperamos ha de hacer más llevadera nuestra exis­tencia futura y más placentera nuestra eterna morada el día de la resurrección. Sin embargo, el cadí Humam ibn Ahmad2Murió en 421 = 1030. me contó, tomándolo de Yahya ibn Malik, que lo oyó de ‘A’id, quien, a su vez, lo tenia de una cadena de tradicionistas hasta llegar a Abu-l Darda,3Uno de los más famosos compañeros del Profeta. que éste dijo una vez «Dejad que las almas se explayen en alguna niñería, que les sirva de ayuda para alcanzar la verdad.» Asimismo se cita, entre las sentencias de los hombres piadosos de otros tiempos, la siguiente: «Quien no sepa echar alguna vez una cana al aire, no será buen santo.» Y, por fin, una tradición del Profeta reza: «Dejad des­cansar a las almas, porque, si no, toman moho como el hierro.»

En lo que me has encomendado he de hablar por fuerza de lo que he visto con mis propios ojos o de lo que he sabido por otras personas y me han contado las gentes de fiar de mi tiempo. Pero habrás de excusarme si desfiguro o no cito ciertos nombres, bien por tratarse de tachas que no es licito declarar, bien por miramiento a amigos queridos o a personas principales. Sólo me propongo nombrar a aquellos que con hablar de ellos no han de sufrir detrimento y en cuya mención no haya desdoro ni para ellos ni para mí, bien porque el negocio sea tan conocido que excuse cualquier disimulo o silencio, bien porque aquél de quien se trate consienta en que se publi­que su aventura y no tenga inconveniente en que se refiera.

En esta risala mía he de incluir versos que he compuesto sobre lo que yo mismo he presenciado. Que ni tú ni los demás que los lean me echen en cara haber seguido el camino de los que hablan de sí mismos, pues tal es el uso corriente entre los que tienen a gala el hacer versos. La mayoría de las veces, además, son mis propios amigos los que me fuerzan a hablar sobre lo que les ocurre, según sus tendencias y sus opiniones. En todo caso, me limitaré a contarte las cosas que me han sucedido, en tanto cuanto casen con el asunto de que se trate y guarden relación conmigo.

Me he visto forzado a mantenerme en este libro dentro de las fronteras que me has trazado, y a resumirte lo que por mi mismo he visto o me merece crédito por ser relato de personas de fiar. Perdón, pues, que no traiga a cuento las historias de los beduinos o de los antiguos, pues sus caminos son muy diferentes de los nuestros. Podria haber usado de las noticias sin número que sobre ellos corren; pero no acostumbro a fatigar más cabalga­dura que la mía, ni a lucir joyas de prestado. A Dios pedimos perdón y ayuda. ¡No hay otro Señor más que Él!