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Título cuarto

M.–Con razón doy gracias a aquel que ilumina los corazones por haber retirado de mi ánimo, aunque tarde, las tinieblas de tan gran ceguera. A ti también, que con la luz de clarísimas e irrebatibles razones me sacaste del error de la incredulidad, no sin razón te doy infinitas gracias. Ahora, si te parece bien, siguiendo el orden establecido, explícame la parte siguiente de nuestro propósito; Dijiste que nosotros cumplíamos muy pocos de los preceptos de la ley y que esto no es grato a Dios. Ansío oír por qué o con qué intención lo dijiste.

P.–No hace falta probar ni con testimonios ni con razonamientos vuestro incumplimiento de gran parte de los preceptos de la ley, ya que está demostrado en los mismos sacrificios que nunca celebráis. Pues ni inmoláis, como anti­guamente, dos corderos diarios -uno por la mañana y otro por la tarde-; ni ofrecéis los holocaustos en los novilunios, ni el día del Sábado ni en las ceremonias; ni hacéis la ofren­da de pan; ni libaciones de vino y aceite, que igualmente abandonasteis, como también el aparejar la mesa sobre la cual vuestros padres solían tener siempre puestos los panes de la propiciación. Ellos también encendían, cuando anoche­cía, las candelas que habían preparado por la mañana, igual que hacían quemar, en el Templo, el incienso en los incensa­rios. También observaban las normas para las ordenaciones y unciones de los sacerdotes, los varios tipos de vestiduras, los preceptos respecto a los alimentos consumidos y las órdenes de los ministros en cada semana, según la ley. Igualmente, ordenaban a los levitas escogidos según la ley y les hacían cantar las alabanzas del Señor, como Moisés había estableci­do. Inmolaban a los primogénitos de vaca, de oveja y de cabra y una parte era destinada a ser consumida por los sacerdotes. Mas a los primogénitos del hombre y de los ani­males inmundos los redimían mediante pago. Cedían a los sacerdotes, para alimento, los primeros frutos de los árboles; los frutos de tres años eran desechados y permanecían en los árboles; mas, llegando el cuarto año, todo el fruto de dichos árboles era consagrado a la gloria del Señor. También ofrecían a los sacerdotes las primicias de los frutos y de dos diezmos, daban uno a los levitas y otro lo llevaban a Jerusalén para ser consumido en lugar sagrado. Los levitas debían ofrecer a los mismos sacerdotes la décima parte del diezmo que recibían. El séptimo año era Sábado para la tierra y el quincuagésimo era año de jubileo. También estaba sometida al juicio de los sacerdotes la ley para que se supiera cuándo alguien era limpio o inmundo de lepra o llaga, de la contaminación de sus vestidos y de sus casas; de heridas y de pústulas que le brotaron, de una mancha brillante y altera­ciones en los colores de la piel. Igualmente estaba sometida al arbitrio de los sacerdotes la ley acerca de un hombre que padece gonorrea o de la mujer que, durante la incomodidad ordinaria del mes, era mantenida separada y los sacrificios para su purificación dependían de esos sacerdotes. Si algún hombre entrara en la tienda de un muerto o tocase su cadáver o tocara su hueso o su sepulcro, será inmundo e igualmente lo serán todas las vasijas de aquella tienda hasta que no se purifiquen siendo rociadas con las cenizas de una vaca degollada y quemada. Aún hay, además, en la ley muchísimos preceptos que hace tiempo dejasteis de cumplir.

M.–No se nos debe reprochar que no observemos algunos preceptos de la ley, pues, estando desterrados de nuestra patria, carecemos de Templo y de legítimos sacerdotes.

P.–Débil es esa excusa. Pues Dios no os hubiera expulsado de vuestra tierra si vuestros sacrificios le hubieran sido gratos y, al menos, hubierais podido cumplir lo que os había mandado.

M.–No quiera Dios que nos haya expulsado del sue­lo paterno para que no pudiéramos cumplir sus preceptos, puesto que no sería obra de alguien sabio y justo mandar algo que él mismo, después, prohibiera que se hiciera y, además, teniendo razones para reclamarnos porque no lo hacíamos; pero, irritado porque delinquimos ante su vista, nos expulsó de nuestra tierra enviándonos a donde no podemos cumplir sus preceptos. Así pues, nuestra imposibi­lidad no debe ser culpada hasta que llegue el tiempo en que volvamos a la tierra que fue nuestra habitación y entonces cumpliremos con obras lo que el Señor nos mandó y le serán gratos nuestros sacrificios, como atestigua el profeta Malaquías diciendo: -Y placerá al Señor el sacrificio de Judá y de Jerusalén como en los tiempos primeros y antiguos.

P.– El testimonio de esa profecía no sirve a nuestro propósito. Pues, si hubieras examinado la historia preceden­te y la siguiente, encontrarías lo que ha sido dicho acerca de los sacrificios del Templo edificado en los tiempos de Esdras. En cuanto a vuestro destierro, confirmo lo mismo que dije, es decir, que os expulsó de vuestra tierra para que no hicierais sacrificios ni novilunios ni celebrarais cualquier otra festividad al modo antiguo, para que no pasarais los umbrales del Templo. Pues, cuando Dios mandó, por medio de Moisés, que se hicieran sacrificios lo hizo para que cre­yendo en Él rectamente y observando con toda la mente los preceptos de su ley, los observaran con toda la pureza y solicitud que convenía; no para que, cometiendo hurtos, homicidios, rapiñas ni sacrificando a ídolos, despreciaran indignamente la ley de Dios y, luego, manchados con tales impurezas, entraran, indignos, en su Templo, dispuestos a sacrificar al Dios verdadero. Así lo atestigua el profeta Jere­mías diciendo: -He aquí que vosotros estáis muy confiados en palabras mentirosas o vanas que de nada os aprovecha­rán. Vosotros robáis, matáis, cometéis adulterio. Vosotros juráis en falso, hacéis libaciones a Baal y os vais en pos de dioses ajenos que no conocéis y, después de esto, venís y os presentáis ante mí en este Templo en el que es invocado mi nombre y decís: ”Ya estamos libres después de haber cometido tales abominaciones”-. Así pues, abominó el Señor de vuestras obras, vuestras víctimas y vuestros cantos y os expulsó de su Templo y de vuestra tierra, como expresa muy claramente en estas palabras el profeta Isaías: -¿De qué me sirve, dice el Señor, la muchedumbre de vuestras vícti­mas? Ya me hastían. Yo no gusto de los holocaustos de car­neros ni de la gordura de pingües bueyes ni de la sangre de los becerros, de los corderos y de los machos cabríos. Cuan­do os presentáis ante mi vista, ¿quién os ha mandado llevar tales dones en vuestras manos para pasearos por mis atrios? No me ofrezcáis ya más sacrificios en vano, pues abomino del incienso, el novilunio, el Sábado, y ya no puedo soportar más tiempo vuestras otras fiestas, porque en vuestras asambleas reina la iniquidad. Vuestras calendas y vuestras solemnidades son odiosas a mi alma. Me molestan. Me cuesta trabajo soportarlas-. También Jeremías confirma esto diciendo: -¿Para qué me ofrecéis el incienso de Saba y la caña olorosa de lejanas tierras? Vuestros holocaustos no me son agradables ni me placen vuestras víctimas-. Y dice en otro pasaje: -Cuando ayunaran, no atenderé sus oraciones. y, si ofrecieran holocaustos y víctimas, no los aceptaré-. También dice el profeta Amós: -Yo odio y desecho vuestras festividades y no me es agradable el olor de los sacrificios en vues­tras reuniones. Y cuando vosotros me presentéis vuestros holocaustos y dones, yo no los aceptaré ni dirigiré mi vista hacia las gordas víctimas que me ofrecéis: Lejos de mí vuestros tumultuosos himnos y no escucharé las canciones al son de vuestra lira-. También Malaquías dice: -No tenéis mi afecto, dice el Señor de los ejércitos, ni aceptaré oferta alguna de vuestra mano-. Y el Salmista: -Tú no has querido sacrificios ni oblaciones, pero me has dado oídos perfectos. Así dice la voz del profeta Oseas: -Yo haré cesar todos sus regocijos, sus solemnidades, sus neomenías, sus Sábados y todos sus días festivos- y muchas otras cosas que es largo enumerar. Estos son los mayores y principales preceptos de vuestra ley, que, como indica la autoridad profética y los momentos de los tiempos presentes, Dios no quiere aceptar cumplidos por vuestra mano.

M.–Decimos y creemos que todos los pasajes de los profetas que has aducido fueron predichos acerca de la cau­tividad de Babilonia y en ella cumplidos. Pues, después de ella, la. divinidad volvió su rostro hacia nosotros y aceptó nuestros sacrificios.

P.–Mi intelecto está de acuerdo con tu explicación. Dios os sacó de la cautividad, os volvió al Templo, cumplió las amenazas de los profetas y, luego, habiéndoos perdona­do las culpas, consideró aceptables vuestras víctimas. Pero, como más tarde volvierais a los antiguos pecados, fuisteis otra vez castigados con la antigua pena; e, igual que la segunda cautividad fue mayor y más dura que la primera, está claro que tanto mayor ha sido la indignación de Dios contra vosotros en ésta que en aquélla.

M.–En estas palabras te contradices a ti mismo, ya que antes dijiste que los hombres de aquel tiempo habían sido justos y piadosos y que habían observado fielmente los preceptos de la ley y ahora dices que sus actos desagrada­ron a Dios.

P.–No niego que ellos respetaron dignamente la ley según lo que Moisés, su dador, había recibido y les había tras­mitido. Pero, desde que llegó Cristo, que reveló los arcanos de los profetas y, quitado el velo de la ley, abrió el significado espiritual que bajo él se escondía, ya no se deben guardar los preceptos legales según la letra que mata sino según el espíri­tu que vivifica. Puesto que Él había dado la ley, podía enten­derla mejor que los profetas, que solamente la habían oído. Y como no quisieron aceptar esto, Dios rehusó aceptar las anti­guas observancias, así como los viejos ritos; que practicaban antes de recibir la ley por mano de Moisés, quedaron aboli­dos después de haberla recibido, como tomar por esposas a dos hermanas o desposar a una tía o comer de todos los ani­males, prácticas todas ellas que se realizaban antes de la ley que, después, no fue posible hacerlas sin pecar.

M.–Yo creo y opino que debemos observar nuestra ley como la dio Moisés y como la observó toda la generación de nuestros padres.

P.–Si fueran gratas al Señor las viejas observancias de la ley, no os hubiera arrojado del Templo y de la patria, siempre que las cumplierais de obra. Pero, para aceptar tus palabras, mostraré que vas a ser refutado por tu propio juicio, ya que, como dije, observáis muy pocos preceptos de la ley y, aun esos, no los cumplís del todo como ella manda, puesto que no os sujetáis a ellos ni en los Sábados ni en las solemnidades ni en vuestros ayunos, ni presentáis víctimas y otras cosas que son necesarias. Tampoco las oraciones que dedicáis al Señor en el lugar del sacrificio llegan a sus oídos para ser escuchadas; Y esto no puedes atreverte a achacarlo a malevolencia mía, ya que vuestros doctores atestiguan que, en aquel tiempo en que el Templo fue destruido, no escuchó vuestras preces. Esto lo confirma la autoridad del profeta Jeremías, que dice: -y aunque yo clame y ruegue, no hace caso de mis plegarias,.. Y de nuevo: -Pusiste delante de ti una nube para que no pase mi oración-. E Isaías: -Cuando extendáis vuestras manos, retiraré mis ojos de vosotros y, aunque multipliquéis las oraciones, no oiré-. Además, según la ley de Moisés, todos sois inmundos, pues no hay ninguno de vosotros que no se haya manchado con el contacto de los muertos, mancha que no se limpia sino con la aspersión de ceniza de una vaca roja; y como ahora no podéis tenerlas, no os es posible libraros de la inmundicia. Igualmente se cree que vuestras mujeres están todas impurificadas por su flujo menstrual, así como sus hijos, ya que faltan los antiguos sacerdotes que las purifiquen. También son impuros todos vuestros alimentos. Así pues, oh Moisés, ya que todo vuestro pueblo está en la impureza (las mujeres y sus hijos y los alimentos) y como ni sus oraciones llegan a los oídos de Dios, ni le gustan sus obras, ¿cómo pueden tener la certeza de que han de tener fin sus males o de que han de hallar favor a los ojos de Dios?  Yo le doy las gracias porque me libró de su error y pido devotamente que también a ti te libre. Amén.